4/10/09

Neptune

Después de atarme las manos con fuertes y ásperas cuerdas, de las cuales salía como una correa para conducirme por el bosque, me pusieron una especie de saco en la cabeza, tapándome la visión por completo.
En seguida noté un tirón y comencé a caminar casi a tientas. Notaba las hojas y ramitas romperse bajo las plantas de mis pies, pues había olvidado calzarme. Esperaba que ninguna se me clavara en la planta y me hiciera una herida.

Comencé a meditar sobre las palabras de aquel hombre que me hablaba con tanta naturalidad. Era obvio que había estado en la Tierra y nos conocía, que conocía a Carlos desde hacía tiempo, pero no conseguía ubicarlo en la memoria. Traté de recordarlo más joven, quizás. Pero no conseguí acordarme, había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas. Sin embargo, me era muy familiar.

Tropecé contra la raíz de un árbol y estuve a punto de caer, pero me cogieron de la parte posterior del vestido y me enderezaron antes de que tocara el suelo. El golpe me hizo cojear durante algunos metros pero en seguida continué hacia delante, lo cual me permitió continuar pensando.

Gracias a mis sentidos agudizados, cortesía de un mundo más pequeño con una gravedad menor (información obtenida gracias a Elistan, por supuesto), pude escuchar cuchicheos a mi alrededor, los hombres pisando y caminando a mi espalda. Mi propia respiración temblorosa. Comenzó a entrarme miedo de verdad… ¿dónde me estaban conduciendo? ¿Irían a matarme? El montaraz que habló conmigo me había dicho que no, que quería rescatarnos a Carlos y a mí de tener que acudir a aquel horrible castillo, pero ¿cómo creer a un hombre que me había puesto un saco de tela en la cabeza?

Al cabo de un tiempo que se me antojó interminable, por fin se detuvieron todos. Los pies me dolían terriblemente, y, como temía, algo se me había clavado en una de las plantas, a la altura del talón. Notaba la sangre salpicándome cada vez que levantaba el pie para caminar.

Sin previo aviso, me quitaron el saco y parpadeé ante el doloroso resplandor de las llamas que lucían aquí y allá en el campamento. No eran muchas, pero alumbraban lo suficiente para poder reconocer a algunos elfos de Qualinost. Algunos habían vivido conmigo en el palacio del rey, y todos ellos me observaban con ojos hostiles. Ahora sí que las lágrimas se agolpaban en mis ojos, ansiosas por salir. Me mordí el labio inferior.

En seguida volvieron a tirar de mí para conducirme a un poste que había a un lado del campamento. Me desataron las manos, momento en el cual aproveché para frotarme las doloridas e irritadas muñecas, pero la tregua no duró mucho, ya que me obligaron a sentarme de espaldas al poste y me ataron las muñecas de nuevo a su alrededor. Sollocé, sin poder contenerme.

Delante de mí se apostó un hombre con aspecto rudo, un arco en la mano y una flecha atravesándolo. Agaché la cabeza para no tener que verle. Así que aquel hombre era mi escolta.
Mi perro guardián me observó a mí y a las gotas de sangre que salpicaban mis pies, en especial el derecho, que era el que había sido herido.
Le dio un aviso a un montaraz que caminaba por allí, observando la escena con disimulada curiosidad y este salió en busca de, pensé, el hombre por el cual estaba apresada.

No quería que me viera llorar, así que traté de contener las lágrimas como pude. Mis lágrimas brillaban como perlas a la luz de las fogatas.
Un mes antes, mis amigas elfas me habían adulado por mi belleza a pesar de ser humana mientras me peinaban o me aplicaban aceites en la piel, y en aquel momento me encontraba con el cabello enredado y mojado atada a un poste en un minúsculo campamento, llorando disimuladamente y los pies cubiertos de barro y sangre.